EN BUSCA DEL PROPIO ROSTRO

Por Valmir Santos*

 

Las artes literarias y escénicas están familiarizadas con las variantes de religiosa, hermana, monja o sor en historias que retratan cómo estas personas religiosas trascendieron la disciplina monástica para dar lugar a sentimientos y deseos como meras mortales.

Son mujeres que subliman el amor o la pasión siguiendo la mística religiosa y, al mismo tiempo, exhortándolos por medio de la palabra. Lea la poesía y la prosa de la española Teresa D'Ávila (1515-1582), las cartas de la portuguesa Mariana Alcoforado (1640-1723) y los poemas de la mexicana Juana Inés de la Cruz (1648-1695).

El espectáculo Corpos Opacos amplía ese horizonte a partir de la forma pictórica, y no de la escritura, para reflexionar acerca del fenómeno de las monjas coronadas que se dio en el período colonial en países colonizados por España, como Perú y Colombia. Y tangenciarlo a la fuerza del feminismo en la actualidad.

La expresión monjas coronadas, designa las pinturas que mimetizaban el dorso de las monjas al momento de sus muertes. Como las que pertenecían al Convento de Santa Inés de Montepulciano, en Bogotá. Sus cuerpos eran vestidos con su hábito y envueltos en flores. Un pintor entonces registraba lo presumido enlazado con lo divino, cuando las llamadas novias de Cristo, con los ojos cerrados, lo encontrarían en otro plano.

Una colección de esos cuadros remanentes de los siglos XVI y XVII alinea la exposición de Cuerpos Opacos: Delicias Invisibles del Erotismo Místico (2013), que ocupó una sala en el subsuelo de la antigua iglesia del Real Convento de Santa Clara, que hoy es un museo, también en Bogotá.

Fue el contacto con esa muestra, que se puede entender el espectáculo, que movilizó a la actriz Carolina Virgüez a anclar una creación que hiciera el contrapunto a las directrices patriarcas seculares de la Iglesia Católica y de diferentes doctrinas, cuyos reflejos que la mujer contemporánea siente en la piel.

Este posicionamiento orienta al drama que Carolina elabora con su compañera de escena, la actriz Sara Antunes, y con el dramaturg Pedro Kosovski, cuya función traída de la lengua alemana define aquello que realimenta el trabajo creativo y crítico del equipo con distintas fuentes de investigación con respecto al tema.

Sin embargo, las premisas conceptuales y filosóficas que instauran el mayor interés del espectador que llenó la sesión del estreno nacional de la obra, en el ámbito de Mirada, aún no se traducen plenamente en cuanto a lenguaje. Sobresalen los desencuentros de base estética a pesar de la solidez de los materiales historiográficos e iconográficos.

La dirección de arte de Márcio Medina encuentra terreno fértil en el drama para impactar de acuerdo con la cultura de las artes plásticas, como en los abordajes del discurso expositivo, de la función de la curaduría o del marco vacío.

Acentuada por el diseño de luz, la visualidad adquiere tonos omnipresentes desde los primeros minutos, que parece un ojo gigante que cubre todo el espacio escénico (¿el ojo de Dios?) y luego se reduce porque descubrimos los obstáculos, el silencio truncado del equipo contrarrestado tratando de llevar a cabo la acción.

La tensión igual regresará en diferentes momentos, denotando incluso más disyunciones en el texto, que transita entre el testimonio, el lugar de habla y la voz conductora de la empleada del museo.

La dirección conjunta de Marco André Nunes y Yara de Novaes tampoco logra igualar el tamaño de la obra formalista a la que se propone, a veces saboteando el carácter ritual de pasos decisivos que confieren la ancestralidad para hablar de la muerte, por extensión el misterio de la vida.

Una cámara queriendo funcionar en las manos de una actriz casi lo lleva todo por agua, uno de los ruidos del culto a la imagen. Este mismo procedimiento, se resalta, genera una de las síntesis más provocadoras, la del primer plano en la laringe y su paridad con el sexo femenino en la proyección en tiempo real.

También es a través de la imagen del rostro, un rostro vivo, no el Santo Sudario cristiano, que las figuras femeninas demandan libertad, identidad y derechos. Y así son evocadas por el cuerpo arraigado y diáfano de Carolina Virgüez, artista de ascendencia colombiana, y por el cuerpo santificado y paradójicamente descuidado de Sara Antunes.

Oyendo bien, tal vez todos los elementos de ese espectáculo pudieran encontrar el ritmo perfecto en el estado de ánimo de la canción de la directora musical Natalia Nallo. Ella es la tercera vía en ese viaje por la deconstrucción de la clausura. Se mueve en escena con su voz, guitarra y otros aparatos sonoros derrochando sutileza, ímpetu y latinidad.

 

*Valmir Santos es periodista, crítico e investigador. Creador y editor del sitio Teatrojornal - Leituras de Cena. Máster en artes escénicas por la USP.